
LA MUJER DEL PUSSYCAT

La protagonista de nuestra historia no quiso darnos su nombre, pero la vamos a llamar Ella. Sí, “Ella”, como si se tratara de Eva o de la Mona Lisa, porque es la única vendedora de tiquetes de cine porno que le queda a Bogotá, gracias a la invasión de la internet en los hogares de los pornoadictos. El último teatro porno que se cerró fue Novedades, en 2013, también propiedad de la familia dueña de Esmeralda Pussy Cat, ubicado en la carrera séptima con calle veinticuatro.
Ella abre las puertas del Esmeralda Pussy Cat a las once de la mañana, todos los días de la semana. Está casi siempre en la taquilla, que es un sexshop. Lleva siempre saco y chaqueta para inmunizarse del frío que tienen las paredes de los edificios viejos del centro de Bogotá.
No le quita los residuos de esmog a las rejas de la entrada, no cose las sillas de cuero rotas, no trapea los fluidos humanos del teatro, no desinfecta las cabinas, no limpia los baños de “las evas” y “los adanes”, no nivela el piso lleno de grietas, no le quita a las paredes los residuos de cinta transparente, no juzga. En cambio, vende tiquetes; casi veinte por día, cada uno a siete mil pesos.
No le toca tan difícil como a los vendedores de hace treinta años, que vendían tres mil entradas en los estrenos. Y es que, según Raúl Salazar, experto en el mercado de la pornografía, las personas pueden llegar a gastar hasta once horas a la semana en páginas pornográficas. Por supuesto, la internet les ha abaratado costos a los espectadores y llevado a la quiebra a los dueños de los cines triple equis.
Además de porno, el teatro es rotativo; es decir que las películas se proyectan una detrás de otra, con pausas cortas entre cada una de ellas. En esas pausas, Ella enciende las luces, de repente y sin avisarle a nadie. Y mientras todos los espectadores se quedan quietos, Ella vigila que nada fuera de lo normal esté pasando en la sala.


A veces cambia los afiches de mujeres desnudas por otros de más mujeres con mujeres desnudas y, dos veces por semana pone los de los estrenos. También atiende las cabinas y el sexshop, en donde se asegura de no dejar entrar a las mujeres que vienen solas y de pedir la cédula a todos los que asisten, según Ella: “hombres mayores, gente borracha, maricones, lesbianas y todo el que quiere... ¡porno!”
No le importa decirle a la gente que se calle, cuando hace mucho ruido adentro de las cabinas o sacar a los ebrios que se quedan dormidos; al fin y al cabo, afirma que es un trabajo como cualquier otro y que le ha dado de comer durante los últimos tres años.
A las ocho de la noche, después de ser confidente de incontables episodios sexuales, Ella cierra las puertas del teatro y espera que su trabajo pare de agonizar o, por lo menos, que se convierta en vendedora de tiquetes para cine familiar, como fue la tradición del Esmeralda Pussy Cat hasta 1989.
Realizado por: Luis Benito y Julián Salamanca
