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DETRÁS DEL CELULOIDE

El crimen se veía venir. Al celuloide lo querían acabar desde hacía rato. Algunos dicen que todo empezó con Star Wars: Episodio II - El ataque de los clones, una de las primeras películas que se rodó por completo en formato digital. Para otros, la amenaza real llegó con el estreno de Avatar y el furor del cine en 3D. El principio del fin sucedió hace tres años, cuando los grandes estudios de Hollywood anunciaron que ya no iban a sacar copias físicas de sus producciones. Incluso las compañías ARRI y Panavision dejaron de fabricar cámaras de cine analógicas. La película de 35 mm, el formato dominante para la creación y proyección de imágenes durante los últimos 120 años, tenía su sentencia de muerte firmada.

 

Un oficio “dinosaurio”

 

Jaiver  Sánchez se alista para la función de las tres de la tarde. Conecta un disco duro, aprieta el botón de un control remoto y se sienta. Todas las películas programadas para hoy se proyectan en digital. Incluso en la Cinemateca Distrital, el último refugio del celuloide en Bogotá, los servidores y las pantallas de televisión han comenzado a desplazar al cine analógico.

 

 

Jaiver cree que solo quedan dos proyeccionistas de 35 mm activos en toda la ciudad, él y Camilo Parra, su compañero de cabina. Los demás han pasado “a buen retiro” o trabajan en salas comerciales, que se convirtieron al digital cuando dejaron de llegar copias al país en este formato. Si no fuera por la labor de conservación de la Cinemateca y el conocimiento de sus proyeccionistas, los 1200 títulos que están archivados en la filmoteca, y de los que en muchos casos no existe una copia digital, nunca volverían a ver la luz.

 

 

El arte de proyectar

 

La cabina de proyección es un cuartito oscuro dominado por dos enormes proyectores que datan de los años 70. La película se pone en un plato metálico giratorio llamado bobina, se enhebra en unos rodillos, entra en una caja metálica donde hay una bombilla de xenón, sale y se recoge en otro plato en la parte de abajo.

 

Jaiver enhebra con cuidado, enciende la bombilla y echa la película a andar. Las bobinas giran y giran en un movimiento casi hipnótico y, después de un rato, el traqueteo del proyector se convierte en un suave rumor. Aun así, nunca se debe bajar la guardia y hay que estar atento a cualquier contratiempo que pueda surgir durante la proyección. Un largometraje de duración estándar puede tener tres kilómetros de película, que se dividen en rollos separados de aproximadamente 18 minutos. Eso quiere decir que cada 18 minutos Jaiver debe empalmar los fotogramas y alternar entre los dos proyectores de la manera más limpia posible para que el espectador no se entere de nada. Eso es lo que hace un buen proyeccionista.

 

Aunque la mayoría del trabajo es mecánico, el proyeccionista es quien da el toque final a la película que, según Jaiver, no es nada menos que una obra de arte. El encuadre, el sonido, la relación de aspecto, todo depende de las decisiones que tome y que puedan cambiar por completo la experiencia del espectador. Cuando sostiene el rollo en las manos, puede apreciar en cada fotograma las decisiones del director durante el rodaje: el color, el grano, el encuadre. Ha aprendido a respetar el trabajo que hay detrás y dejar que la imagen hable por sí misma.

 

 

El mejor trabajo del mundo

 

Jaiver está consciente de que su oficio ha muerto. Con el celuloide también desaparece la necesidad de un proyeccionista, alguien que haga todo el trabajo manual y que además se preocupe porque la película se proyecte de la mejor manera posible. En el futuro todo será automático, se hará por satélite y es probable que ni siquiera haya personas en la cabina de proyección, solo computadores; sin embargo, Jaiver confía en que mientras la Cinemateca exista se seguirá proyectando en 35 mm y él podrá seguir haciendo lo que ama.

 

 

Este hombre de 45 años, que no es ni crítico, ni cineasta, ni académico, es una de las personas que más películas ha visto en Colombia. Según sus cálculos, entre 5000 y 7000, a lo largo de veinte años en los que ha trabajado como proyeccionista, primero en la Universidad Central y luego en la Cinemateca. En un día normal puede llegar a pasar hasta ocho horas en la cabina de proyección, pero asegura que (casi) nunca se aburre; solo cuando muestra películas animadas o de zombis prefiere leer.

 

Es, como muchos oficios en vía de extinción, algo que hace por amor; amor al cine y al celuloide, a tocarlo, a valorar incluso los rayones y los quemones que ha sufrido por el paso del tiempo; esto también hace parte de su belleza. Por eso, aunque por las manos de Jaiver ahora pasen más discos duros que rollos de película, él no quisiera que llegara la hora de retirarse, porque tiene “el mejor trabajo del mundo”.

 

Por Ana Pedraza y Paula Rey

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